martes, 1 de mayo de 2012

Chucherías de la vida.


Me he colocado en la barra de madera azul de diseño de una cantina. No es cálida a pesar de su textura al igual que los despertares diarios. Asientas en ella tus codos y empieza la vida. Dejo la carpeta y libros sin abrir. Ruidos familiares empiezan a llenar los espacios, tensión y estrategia, instinto y valor, sobreponte a tus miedos, los problemas que te obsesionan y nunca solucionas, que traes todos los días, al dolor de la vida. Cantina, refugio y santuario. No es un negocio instalado en un centro cualquiera; se trata de un hospital de campaña donde los educadores atendemos sin bata a niños de la Educación Secundaria Obligatoria, asilo social y génesis de lo que no quieres aprender. Este laboratorio culinario, corazón de ladrillo de todo el entramado, se convierte para el aprendiz de sociólogo en descanso, observatorio de aves migratorias que cuentan chascarrillos, maledicencias e historias imposibles entre bocados a medio ingerir y bebida caliente que, normalmente, te quema la lengua. En mi caso, pasa siempre porque tengo vocación de fakir hindú. Yo llamo a la cantina la oficina ya que intento trabajar en su vientre o dar la sensación de la importancia de mi magisterio. Apilo exámenes, trabajos que se corrigen rápido debido a su ínfima calidad, notas y teléfonos, telarañas que me acompañan. Un pasillo es tránsito, la dependencia se encuentra en un edificio algo apartado de la sala de profesores a la que no llega el olor familiar a café y pan recién traído. El olor de comida, tostadas de manteca, mermelada y atún con queso, la preferida de alumnos y muchos de nosotros, se filtran a veces hacia las clases y despierta sensaciones a veces olvidadas a nuestros perturbados sentidos. Pasillos del alma, a veces cálidos y reconfortantes. Es difícil no apearte en este intervalo entre ecuaciones sin soluciones. Desayuno.

Carlos, el dueño, se mimetiza en un extremo de la blanca e iluminada sala y el mostrador azul de esta diminuta cantina que diseñaron los sabios para la ampliación de esta ala del instituto. Diríase que es vigía desde su lugar privilegiado del quehacer diario, domina su blocao bajo una mirada socarrona, algo gordo, orondo en su calma, gnomo de grandes manos labradas con el trabajo del campo, reparto de periódicos con su furgoneta y servidor de sus amigos. Está coronado con una calva exultante, restos de pelo fosilizado hablan de una cabellera fogosa y tal vez rebelde frente al antiguo peine de carey. Me acerco a él, estoy cansado. Mendrugos de tiza cubren mis bolsillos,  aliño ajado, mirada perdida, interés por la conversación que me haga salir del mecanicismo de un trabajo extraño, heroico, a veces. Soy profesor, tengo hambre, los alumnos ya no traen gallinas a sus maestros, ni el rico pan salido del horno es bendecido en un encerado con mesas y pupitres de madera ajadas. Supongo que “pasas más hambre que un maestro”. Frase afortunada donde las haya y repetida hasta la saciedad, porque el hambre es cierta, sea del tipo que sea.

-¿Cómo estás Carlos? –Pregunto con interés- Ayer no te vi en tu puesto avanzado de chucherías.

Carlos se ríe, siempre se ríe. Está malo, una enfermedad agrava la maltrecha salud de sus pulmones, éstos se retrotraen en la caja torácica buscando el aire que no llega, buscando el aliento que le da la vida. Mejor dicho usa un broncodilatador, Ventolin pasa más señas. Despliega raudo las chucherías, suda copiosamente, mueve sus pequeños aunque gruesos dedos colocando los efectivos en orden cerrado; las gominolas en forma de ositos y de conos de colores en primera fila, la caballería, caramelos de papel de celofán cerca de la caja, las bolsas de sucedáneos de cereales en la cima de su estantería a manera de otero, puesto avanzado de artillería. Cajas de cartón, la muralla de su reino. Es un mariscal de campo sin medallas, furrier chusquero y  tocado con gorro de papel que recuerda al Sire.

-Rafa -se carcajea con sarcasmo un tanto inocente-. ¿Quieres algo de aquí?  A propósito, acuérdate que tengo que traer un día de estos la máquina de la prueba de azúcar. ¡No te vas a escapar otra vez!

-No. Disimulo el miedo y fobia a la sangre y medicina en general. Me retiro con cierto repelús invadiéndome mi cuerpo. Avanzo hacia la barra. Teresa, lo de siempre, -no hace falta pedir nada, se impone la rutina cotidiana- ¿Dónde estuviste ayer?, pregunté a Teresa y no me respondió en ese momento, luego, se le olvidó. Supongo que llevaba retraso en la cocina, estaba liada, como de costumbre.

-Fui al médico, como ya te comenté, tengo un abono de preferencia –respondió un instante después, no olvida nada, lo que pasa es que todo tiene un tiempo de reacción, un espacio único, todo a su debido momento.

-¡Yo también! –Contesté de forma solidaria- Aunque sabes que no valdrá de nada porque no voy a hacerme las pruebas. Te he hablado muchas veces del miedo que tengo por estos temas, además, no voy a esos sepultureros a no ser que me cague de miedo como está pasando en estos momentos.

-¿Te has traído el pastillero?- preguntó mirándome fijamente  a los ojos, sabe a ciencia cierta que lo olvido con frecuencia. Escudriña y baraja para después repartir de forma orgullosa, tahúr de farmacia, los cartones manoseados de sus medicinas, recetas de la cita de mañana.

-Sí. Parezco al Hause ese sin el bastón, -me dirijo a Carlos intentando explotar el chiste que se me está ocurriendo sobre la marcha- Carlos, tengo su misma rabia y decepción por todo incluso su misma cojera y en la misma pierna desde que tuve la rotura fibrilar. Mira, voy a contártelo de nuevo. Fíjate, la blanca es para el ácido úrico, la rosa es un ansiolítico, falta la de la tensión que me recetó mi padre, y éstas, las dos blancas y azules…

-Déjalo, anda. –Dijo al vuelo, anticipándome al chiste tan previsible como obvio.

Hablamos de enfermedades, rompemos el hielo, jugamos a ser pequeños dioses donde nada controlamos, arreglamos el mundo en el tiempo en que la máquina derrama apresuradamente el café; somos en definitiva una secta de hipocondríacos, prosélitos de achaques y ganas de reírnos de todo lo que se mueve, no nos importa la tensión alta, el colesterol ni la insignificancia de lo relativo. Cuando voy a casa, menos de lo que desearía, pregunto a mi madre si se ha muerto alguien. La Madre es Parca que lleva la contabilidad del más allá, ve desfilar la vida y desgracias, el dolor y la felicidad de los suyos. Dijo el filósofo que “la muerte no existe, existe tu muerte”. Filosofía de la necrología. Carlos vuelve a sus ocupaciones, sale a disgusto de sus dominios, coge la herrumbrosa y vieja carretilla volviendo más tarde con cajas embaladas, agua mineral y latas de atún. Su cara refleja el agotamiento, su respiración se torna vulnerable, frágil, la vida puede esperar cuando haces algo que recuerda vagamente al deber aunque no sabes el porqué.

Vuelvo a la barra, Teresa, la mujer, impecablemente peinada, coqueta en sus ademanes, quema la tostada a veces, eso pasa hasta en las mejores familias; se preocupa porque es perfeccionista en su humilde trabajo. Manchada bien caliente, que no café con leche y media de atún con queso, mi preferida desde hace ya seis largos años en esta isla rodeada de letras. No falta la servilleta ni el cuchillo, aunque no entiendo porqué me lo pone. Me suelo limpiar en lo primero que veo y cojo. Está preocupada por todo y por nada. Dirige la intendencia con buen ánimo, atiende las facturas, coge el teléfono, es fuerte, de carácter, aunque tierna con su marido, educada y pulcra con todos nosotros que no clientela.

-Teresa, -comenté una vez quizá pensando o reflexionando acerca de mi propia vida-, cómo podéis estar juntos aquí y luego en casa, tantas horas de complicidad y conflicto… No lo entiendo -interrogatorio fútil,  retórico y algo envidioso  porque  todo el mundo sabe que se quieren sin duda alguna.

-Rafa, escúchame, la vida es dulce y amarga, sabes que dejé mi trabajo para estar junto a Carlos, me necesita y yo lo necesito. Siempre ha sido así. A veces nos enfadamos pero se nos pasa al momento. Carlos es un algo torpe, no me deja respirar, se mueve por todos los sitios y poco más.

Me conmueve el amor del esfuerzo. La gente que ha trabajado todos los días de su vida, que no tienen jubilación porque viven de prestado, sus ahorrillos sacrificados en sus hijos, la tierra que dejaron y ya no cultiva nadie, el pan que podría faltar mañana, los veranos sin descanso en el chiringuito de la playa bajo el sudor del esfuerzo poco recompensado. Sin embargo, son felices, lo sé. No lo dudo. Apresuro los trozos de tostada que devoro con deleite y miro de reojo el reloj, es hora de irme, ellos se quedan anclados allí, vienen otros clientes, compañeros y alumnos, comerciales y gentes de paso que desfilan entre los ventanales, prisas y falta de observación sin duda. No hay encuentro sino servicio. Los primeros, se arrinconan en la esquina evitando a los alumnos que entran a manera de invasión, exigencia, grito, prisa, vorágine. Carlos vuelve a su redil, Teresa, dirige las operaciones. Todo vuelve a la normalidad. Me despido de ellos, ya no me hacen caso, les digo hasta luego, no sé si volveré a verlos ese día, me pierdo en mis pensamientos, cruzo pasillos, escalo escaleras, cierro puertas, pienso en que las clases de hoy servirán para algo, al menos, intentaré no olvidar la lección ya que, a veces, me la doy a mí mismo. Empieza la clase, saboreo mentalmente la tostada, repaso mentalmente la película del día, las cosas que ayer no salieron y hoy, tampoco, quiero ser optimista,  pedir algún perdón que otro. Escribo de nuevo, sacio la curiosidad de los demás. Espero, deseo que la tostada nunca caiga al suelo de lado del atún con queso.



Homenaje a Carlos para que su pronta recuperación sea total y siga a nuestro lado. Siempre. Rafael Jiménez Torres.